Los seres humanos evolucionaron para ver a la luz del día, pero la luz del día cambia de color. Esa gama cromática varía del rojo rosado del amanecer, pasa por el azul-blanco del mediodía, y concluye de vuelta en el crepúsculo rojizo.
La luz llega a la retina, en la parte de atrás del ojo, donde los pigmentos activan las conexiones neurológicas hacía el cortex visual, la parte del cerebro que procesa las señales y las convierte en una imagen.
Sin embargo, la primera ráfaga de luz que recibe el ojo está 'alterada' por las diferentes longitudes de onda que están iluminando el mundo, y se reflejan en todo lo que estamos mirando. Sin tener que preocuparse por ello, el cerebro se da cuenta de lo que los ojos están mirando, y esencialmente resta toda la luminosidad añadida para extraer el color "real" del objeto.
En Wired consultan con Jay Neitz, neurocientífico de la Universidad de Washington, sobre el problema del vestido de marras: "Se supone que nuestro sistema visual descarta la información del iluminante y extrae la información sobre la reflectancia real", declara.
Pero Neitz reconoce que "he estudiado las diferencias individuales en la visión del color durante 30 años, y este caso es uno de los ejemplos de mayores diferencias individuales que he visto en mi vida". El propio Neitz ve el vestido como blanco y oro.
Por lo general el sistema funciona bien, pero esta imagen supone algún tipo de límite máximo de la percepción del color. (Y sí, el vestido es de color azul.)