El viento y una aparatosa mansada se alían contra el espectáculo

Cada uno de los cinco "samuelones" que finalmente se estoquearon tuvo unas hechuras ya de por sí poco prometedoras, por bastos y amoruchados, acompañadas de unos pitones tan exagerados que más bien podrían considerarse en algún caso como una deformación.

Y si, como dice un viejo dicho taurino, las hechuras son el espejo del alma del toro de lidia, nada más verles asomar a la arena ya se podía sospechar que los toracos no iban a ofrecer más que arreones y cabezazos para evitar entregarse en la pelea.

El problema de esas violentas oleadas no era tanto que hubiera que evitarlas, que para eso deben estar adiestrados los toreros, sino que el fuerte viento añadía aún más peligro a la cuestión al descontrolar las telas con que había que defenderse de ellas.

Los primeros tercios, con los "samueles" pegando cabezazos a los estribos, saliendo huidos de los petos y pegando bandazos descompuestos en banderillas, resultaron una azarosa aventura entre el vendaval.

Y cuando tocaron a matar, cada uno de los tres espadas intentó resolver la papeleta como buenamente pudo. Por ejemplo, Rubén Pinar puso mucha firmeza e insistencia en su faena a un sobrero jabonero de Aurelio Hernando que, siendo distinto, tampoco desentonó por su falta de entrega.

Para empezar, el toro se llevó por delante a Pinar en una tremenda colada ya en el primer pase. Pero, aun así, el torero de Tobarra (Albacete) intentó alargar todo lo que pudo unas embestidas que fueron menguando en recorrido y celo.

Menos celo aún, exactamente ninguno, tuvo un sexto de Samuel de mejores hechuras pero también más mansedumbre que el resto de sus hermanos. Declarado en retirada el cornalón, Pinar se pasó más tiempo detrás que delante de él, sin conseguir nunca sujetarle.

En este escenario confirmó alternativa Pérez Mota, que también se fajó con sendos mansos de violenta actitud defensiva. Intentó aplacar el gaditano los arreones y los tornillazos del primero, hasta que el animal se aaburrió de no tropezarle los engaños.

Y, en otro trasteo estimable, le bajó la mano con mucha firmeza a un quinto de pitones desproporcionados que respondió con una nula entrega a su constante voluntad. Y para no dejar dudas, Pérez Mota aún se volcó con gallardía sobre tan tremendos pitones para dejar una estocada de mejor ejecución que colocación.

A Antón Cortés le tocó un lote también manso pero que, al menos tuvo cierta movilidad: sin emplearse nunca, pero yendo de un lado a otro. Claro que para ello contó que el albaceteño nunca les exigiera demasiado esfuerzo, por el trazo lineal y sin apenas ajuste de cada uno de sus precavidos esbozos de muletazos.