Aunque hace un año era algo inimaginable, Donald Trump ya es el candidato oficioso del Partido Republicano a las elecciones presidenciales en Estados Unidos, y la gran pregunta que surge ahora es: ¿qué posibilidades tiene el heterodoxo magnate de ser el próximo inquilino de la Casa Blanca?.
Cuando todavía faltan más de cinco meses para los comicios y no ha empezado aún de forma oficial la campaña electoral, las encuestas son una herramienta poco fiable para cualquier pronóstico, aún menos con un candidato tan imprevisible como Trump y en un ciclo electoral tan atípico como el presente.
Pero sí se pueden desprender de ellas ciertas tendencias, como por ejemplo que el multimillonario despierta un rechazo generalizado entre la comunidad hispana, que los negros tampoco se inclinan por él y que su punto fuerte son los blancos de clase trabajadora con poca formación y muy afectados por la desindustrialización.
A partir de esta observación, muchos comentaristas políticos y estrategas demócratas defienden que una alta participación de las minorías en los comicios (similar a las que logró Barack Obama en 2008 y 2012) auparía a los demócratas y eclipsaría el voto blanco favorable a Trump, demográficamente cada vez menos potente.
Esta teoría, sin embargo, no tiene necesariamente que garantizar la victoria de la virtual candidata demócrata, Hillary Clinton, quien incluso en caso de movilizar a las minorías en noviembre y que estas voten por ella, podría ganar el voto popular pero perder el voto electoral y ver cómo Trump conquista la Casa Blanca.
En Estados Unidos, el presidente no es necesariamente el candidato que obtiene más votos en las elecciones, sino el que obtiene más votos electorales, es decir, el que resulta ganador en un número de estados en los que la suma de cuyo peso demográfico es superior a la de los obtenidos por su rival.
En otras palabras: el distrito electoral en las elecciones presidenciales es el estado y, por tanto, basta con que un candidato obtenga un puñado de votos más que su rival en un estado para llevárselo entero (con todos sus votos electorales), sin importar el apoyo que su contrincante haya obtenido.
California, por ejemplo, el estado más poblado del país, tiene 55 votos electorales, que en las últimas elecciones han ido a parar invariablemente a manos de los demócratas.
¿Significa eso que no hay republicanos en California? No, claro que los hay, pero como los demócratas son mayoría, sus 55 votos electorales son para ellos.
De este modo, aunque la participación de la minoría hispana, por ejemplo en California, se disparase en noviembre por su rechazo a Trump, el efecto sería nulo, ya que lo más probable es que los 55 votos electorales de California vayan a ser para los demócratas, tanto si votan 6 millones de personas como si votan 10 millones.
Y aquí es donde entra en juego la estrategia que varios miembros de la campaña de Trump ya han anunciado públicamente que van a seguir: concentrar sus esfuerzos en estados del antiguo cinturón industrial del país con un gran peso demográfico, pero con poca presencia de latinos y mayoría de blancos trabajadores.
Por ejemplo: Pensilvania, Ohio y Michigan son tres de los diez estados más poblados del país, pero todos ellos se encuentran, con un 6 % o menos, por debajo de la media de población latina de los cincuenta estados que conforman la unión, y a ellos se podrían añadir, aunque menos poblados pero también en la misma zona y con pocos latinos, Wisconsin y Minesota.
Pensilvania (20 votos electorales), Ohio (18), Michigan (16), Wisconsin (10) y Minesota (10) fueron para Obama tanto en 2008 como en 2012, contribuyendo decisivamente a ambas victorias, pero por su composición socioeconómica son, a priori, zona propensa para Trump, especialmente en los casos de Pensilvania, Ohio y Michigan.
Aunque una movilización sin precedentes por parte de los latinos contra Trump disparase la participación en estados con gran presencia de latinos como California, Nuevo México, Nevada, Nueva York, Illinois e incluso Florida, si el magnate lograse imponerse en los estados blancos del medio oeste industrial (y siempre conservando la latina pero republicana Texas), podría alcanzar la Presidencia.
De hecho, podría darse un escenario poco habitual pero con precedentes en Estados Unidos, en el que el candidato demócrata ganase el voto popular (recibiese más votos), pero Trump se llevase el voto electoral y, por tanto, la Casa Blanca, como ya ocurrió en las victorias de George W. Bush (2000), Benjamin Harrison (1888) y Rutherford B. Hayes (1876), curiosamente todos ellos republicanos.