Los sangrientos sucesos que en los dos últimos días han sacudido varias ciudades de Egipto han dejado en evidencia las diferencias cada vez mayores que separan a su población.
El panorama político en Egipto es de una enorme complejidad, y uno de los principales motivos es porque todos sus protagonistas tienen parte de razón.
¿Es cierto que el presidente, Mohamed Mursi, y los Hermanos Musulmanes han ganado, en buena lid y de forma democrática, todas las elecciones a las que se han presentado? Lo es.
¿Es cierto que, una vez instalados en las altas esferas, como clama la oposición, han utilizado su poder como un rodillo para tratar de cimentar un Estado a su medida? Parece que también.
La gran paradoja del Egipto de hoy en día es que tanto islamistas como no islamistas, gobierno y oposición, se acusan mutuamente de exactamente lo mismo: ser antidemócratas y querer boicotear la revolución que derribó a Hosni Mubarak en 2011.
La interpretación estrecha y maniquea que han hecho Mursi y la Hermandad del poder alcanzado a través de las urnas, con actuaciones tan polémicas como el "decretazo" constitucional del presidente en noviembre, no ha contribuido demasiado a cincelar una imagen de auténticos demócratas.
Existen dudas más que razonables acerca de la agenda que persigue la Hermandad, una organización acostumbrada al oscurantismo desde su misma génesis en el año 1928, y de sus concepciones acerca de la democracia.
Tampoco les falta razón a quienes defienden que ha sido el propio Mursi quien ha contribuido de forma decisiva a la polarización que vive actualmente la sociedad, sin tomar en cuenta lo ajustado de su victoria electoral, con el 51 % de los votos, en las elecciones presidenciales de hace siete meses.
Sin embargo, en la amalgama opositora -formada por un heterogéneo grupo de intereses que mezcla a liberales, izquierdistas, cristianos y nostálgicos del antiguo régimen- muchos parecen no haber digerido que, hoy por hoy, las fuerzas islamistas son las más organizadas para ganar elecciones. Y hacerlo limpiamente.
Al fin y al cabo, los Hermanos Musulmanes se han preparado durante décadas para acceder al poder, y el respaldo popular que tienen en la calle todavía es innegable, pese a los últimos acontecimientos.
Los graves disturbios que vive Egipto darán combustible a la Hermandad para acusar a sus rivales de no respetar la voluntad del pueblo y de querer recurrir a otros métodos para desalojarlos del poder.
La ambigüedad de la oposición, aglutinada en el llamado Frente de Salvación Nacional, respecto a los últimos incidentes violentos también siembra dudas sobre su compromiso con las vías democráticas y sobre su posible oportunismo para tratar de obtener réditos políticos en medio del marasmo.
Y luego están los revolucionarios, los jóvenes de Tahrir, que en muchos casos han sufrido en sus propias carnes la brutalidad de la policía y que han sido la punta de lanza en las innumerables batallas de la revolución y de la convulsa transición.
Pretenden, antes que nada, que se haga justicia con sus "mártires". Pero, al mismo tiempo, han convertido la revolución en un fin último, casi una forma de vida, en la que no está claro cuáles son los límites ni si se antepone la democracia a la propia revolución.
Tienen argumentos más que suficientes para sentirse traicionados por Mursi, a quien apoyaron en las elecciones presidenciales cuando disputó la segunda vuelta frente al exmilitar Ahmed Shafiq, el último primer ministro de Mubarak.
La forma en que el presidente ha gestionado los asuntos del país, el Gobierno que formó de tecnócratas e islamistas y la Asamblea Constituyente dominada por sus afines no estaban en la "hoja de ruta" de los revolucionarios cuando decidieron apoyar a Mursi.
En medio de todos ellos, la mayoría de los egipcios observan con horror la sangre que no deja de derramarse y solo se preguntan si algún día su país recobrará la calma.