"Cayo Largo", un clásido del género negro

Corría el año 48, cuando John Huston, que comía y cenaba en casa de los Bogart un día sí y otro también, decidió reunir a sus amigos y hacerse entre los tres un clásico del género negro, con el que, además, llenar las arcas. Así nació Cayo Largo.

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El argumento gira alrededor de un desencantado soldado que tras la guerra se acerca hasta ese lugar para visitar a la familia de su mejor amigo muerto en combate. Allí conoce a su viuda que con la escasa ayuda de su suegro – que está en silla de ruedas-, mantiene abierto un solitario hotel. Pese a que es temporada baja, reciben la visita del gánster Johnny Rocco que huyó del país perseguido por la justicia al término de la Ley Seca y que vuelve 10 años después para retomar sus negocios donde los dejó.

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“Cayo largo” es uno de los ejemplos más claros de que cuando se reúnen talentos de calibre extraordinario es muy difícil que los resultados sean malos aunque se rocen los egos y provoquen escoceduras. Bueno, pues esta vez ni eso y eso que los principales implicados: John Huston y el matrimonio Bogart estaban un poco tirantes a causa del recule del actor en el asunto de la Caza de Brujas, por imperativo legal de sus patronos de la Warner. Su esposa lo apoyó a su pesar y Huston les puso mala cara hasta que decidió que ya estaba bien y que se iban todos a los Cayos de Florida a limas asperezas.

El director y el guionista Richard Brooks se basaban para contar el enfrentamiento entre un ex militar harto de jugarse la vida y un antiguo gánster que quiere volver a manejar el cotarro tras años de ostracismo, en una obra de teatro de jugosa intriga y con papeles de lucimiento para un puñado de estrellas. Cinco, en concreto: Bogart, Bacall, Edward G. Robinson, Lionel Barrymore y Claire Trevor. Esta, inolvidable como la compañera de vida ligera del John Wayne de “La diligencia”-, supo que había un personaje para una actriz madura con algunos momentos de auténtico lucimiento y mandó a su marido a la sauna en la que Bogart despejaba borracheras con el encargo de que no se le ocurriera volver a casa sin el papel. Debió ser muy convincente al arrinconarle, porque fue suyo.

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Huston quería convertir “Cayo largo” en una parábola sobre la instalación de la ultraderecha en el poder como los gánsteres que por más empeño que se pusiera en querer echarlos siempre encontraban la forma de volver.

El rodaje fue como la seda aunque el director de vez en cuando le soltaba a Bogart alguna pulla, a cuenta de lo de McCarthy, Bogart se defendía diciendo que por su culpa había sido portada del diario comunista “Daily Worker”, Bacall remataba enfadada recordándole a Huston que la Liga Americana y de la Decencia habían amenazado con boicotear sus películas, y mientras Eddie Robinson chasqueaba la lengua, sin decir ni pío.

Lo cierto es que en aquellos días Bogart era un valor seguro; el actor más popular del momento. Y uno de los 10 más taquilleros durante siete años seguidos: de 1943 a 1949. Toda una hazaña en aquellos tiempos plagados de actores de leyenda. Como algunos de sus mayores éxitos en aquellos días los consiguió con Bacall a su lado, volver a reunirla a la pareja de moda en Hollywood era una enorme baza comercial.

Él, mucho más experimentado, aconsejaba a menudo a su esposa, que encaraba tan solo su sexta película a los 23 años, pero solo en privado. Le habló de lo importante que resulta la economía de gestos para un actor, cuando, por ejemplo, te apuntan con una pistola. “No hagas nada; el público ya sabe que estás asustada” – y la actriz lo aplicó a rajatabla: en especial en una escena en la que Rocco le susurra obscenidades al oído. Aguanta impertérrita y al final le escupe en pleno rostro. Gracias a ella, los críticos dejaron de hablar de su belleza y de su “inimitable personalidad” y señalaron en sus artículos su crecimiento como actriz.

Pero la reina de la función fue sin duda la Trevor. Tras el rodaje de la escena en la que su amante la obliga a cantar con voz gastada una vieja canción con la promesa de una copa que su alcoholismo le hace necesitar el equipo al completo rompió en aplausos. Huston había cambiado el plan de filmación para pillar a la veterana actriz desprevenida, que no tuviera nada preparado y hacer así que se sintiera tan vulnerable como su personaje. Bordó la escena. Y Lionel Barrymore comentó entre dientes “Por esto, le van a dar un Oscar”. Y así fue. El personaje no figuraba en la obra de teatro original y el director al parecer, se basó para construirlo en una antigua artista de variedades que perdió cuanto tuvo por su dependencia del alcohol llamada Mayo Methot. Tercera esposa de Humphrey Bogart, que incluso intentó asesinarlo en una ocasión en pleno delirio.

Por su parte, para el mayor de los Barrymore – la familia más respetada de la historia del teatro estadounidense; hermano de John y de Ethel y tío-abuelo de la jacarandosa Drew – que estaba postrado en una silla de ruedas en la vida real, aquejado de una artritis crónica fue una de sus experiencias más placenteras. Bogart además estaba especialmente feliz ya que Huston había decidido filmar en el “Santana” el enfrentamiento final entre el personaje de Robinson y el suyo. Fue, al parecer, como si hubiese asistido al debut de su propio hijo.

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Robinson sabía que por sus contactos izquierdistas de juventud su carrera estaba entrando en barrena en plena caza de brujas. De hecho, a los 53 años se consideraba muy afortunado de haber conseguido aquel papel. Bogart, por entonces muy por encima de él en cuanto a estatus, no permitió que nadie lo hiciera de menos, le trató como la estrella que todavía era y los demás siguieron su ejemplo. De puertas afuera ya se peleaban sus representantes por el orden de los títulos de crédito, el tamaño de las letras y las dimensiones de sus rostros en los carteles publicitarios.

Sus escenas mano a mano fueron destacadas por la crítica como una auténtica clase magistral de interpretación.