Adelanto de 30 Minutos: 'Shalom Madrid'

Cenábamos ayer…

Cenábamos ayer -digo ayer como quien dice hace veinte o treinta años- y cenábamos mejor. Cenábamos mejor porque entonces, al menos, los españoles cenábamos juntos, en familia, entre amigos, en fraternidad, incluso en aras de un proyecto común, como nuestra Constitución, la del 78, muchos de cuyos artículos se consensuaron a golpe de mantel en medio de refrigerios notables, como los de Abril y Guerra en “José Luis”. Como debe ser.

Recuerdan con nostalgia algunos de quienes participaron en las Claves de José Luis Balbín, allá por finales de los 70, que el día antes de cada coloquio y de su correspondiente película, los intervinientes en el debate procuraban conocerse previamente en una cena organizada por el anfitrión. Lógico: nada mejor entre rivales intelectuales que tomarse la medida con antelación sobre un campo de batalla de croquetas o escabeches. Es bien sabido: las cenas acercan las posturas más que las distancian.

Miro a los protagonistas del frame de esta semana, una familia judía que ha participado en el reportaje de Treinta Minutos “Shalom, Madrid”, y les miro con envidia: primero, porque están juntos y eso, en estos tiempos que corren, siempre es importante; pero, sobre todo les admiro porque, independientemente de que el Sabbat sea el día sagrado de la semana judía, estas personas que se reúnen alrededor de una mesa para cenar conocen la importancia de celebrar regularmente un vínculo, de compartir regularmente los alimentos mirándose frente a frente, sin prisas, escuchándose, disfrutando de la compañía del otro. Como antes.

En una ocasión, un entrañable médico rural de un pequeño pueblo de la Sierra Norte de Madrid me confesó que, por motivos de horarios incompatibles, el único momento en que tanto él como su familia coincidían a la mesa era el momento del desayuno. Y –me relataba el médico con naturalidad- como su familia era una familia bien avenida que no deseaba restarle minutos a la compañía mutua y al placer de la mesa compartida, habían convenido los miembros del clan en levantarse todos los días una hora antes, incluso dos, todos a una, para celebrar ágapes matutinos como si de comidas de domingo se tratase: lentejas, potaje, paella e incluso asado de cordero surcaban los manteles matinales como si tal cosa. Deseaban estar juntos a la mesa: la hora era lo de menos. “Por otra parte, nutritivamente es muy saludable desayunar fuerte”, se excusaba el buen doctor, tratando de resaltar las ventajas añadidas de aquel hábito doméstico poco usual.

Cada uno busca el momento que puede para coincidir a la mesa y eso está pero que muy bien.

A mí me parece que la cena, en este mundo moderno nuestro de prisas abundantes y distancias imposibles, es el mejor momento para rencontrarse con los hijos, con la pareja, con los amigos o con los abuelos; en definitiva: es el mejor momento para hacer balance del día junto al otro, cerca del otro.

Previene el refranero español sin embargo de que de grandes cenas están las sepulturas llenas, pero yo digo que más llenas deben estar las tumbas de aquellos que no pueden cenar, bien porque no tienen qué, bien porque no tienen con quién.

Las familias de los indios de la India, que son gentes de bien que también tienen su sabiduría milenaria a cuestas, se congregan alrededor de la hora cena para celebrar la principal comida del día, con sus profusos “tandooris”, sus “curris” y sus “garam masalas” sobreabundados en picantes varios, y no les pasa nada.

No abogo yo ahora, así de pronto, por que en el crepúsculo ibérico, al llegar a casa, nos pongamos los españoles como el quico a base de morcillas de Burgos y de cocidos maragatos, pero lo que sí digo es que cenar a base de bandejas individuales de plástico descongeladas en el microondas y engullidas a toda prisa mirando la televisión (cada uno en su cuarto, faltaría más) no puede ser, sin ningún género de duda, lo más beneficioso para la salud.

Los españoles y europeos de toda la vida cenaban juntos, mirándose a los ojos, y eso se, me temo, se ha perdido.

De acuerdo que hay cenas y cenas. No es lo mismo la cena de los comensales de “La grande bouffe” de Marco Ferreri, ¡que ya les vale!, que la cena de los celebrantes de “El ángel exterminador” de Buñuel, pobres, o que el festín al que estaba convidado el infeliz de “La cena de los idiotas”. Son éstas cenas con truco, con excusa, como las de la saga de la “Cena de los acusados”, macguffins argumentales para entretener al personal mientras se desarrolla la trama criminal. No sirva ninguna de éstas cenas como ejemplos de banquetes moralmente reivindicables.

Y, puestos a hablar de cine –y por cerrar de alguna forma digna este post-, me quedo con el último diálogo de los protagonistas de la película de Tarantino “Jackie Brown”, que se maravillaban de que en España los madrileños y barceloneses comencemos a cenar después de la medianoche. Salvo en el caso de quienes frecuentan locales “after”, que son harina de otro costal, no me costa que cenar después de las 12 sea un hábito universalmente extendido entre nosotros, los de aquí; pero, si lo cree así Tarantino, no le desengañemos al hombre, todo sea por que los españoles nos volvamos a ver las caras sobre el mantel, aunque sea a costa del trasnoche.